LOS CUENTOS DEL ABUELO: PARA PATXI Y MAIA

domingo, 31 de diciembre de 2006

BLANCA NIEVES


Blanca Nieves

En un país muy lejano vivía una bella princesita llamada Blancanieves, que tenía una madrastra, la reina, muy vanidosa. La madrastra preguntaba a su espejo mágico y éste respondía:

- Tú eres, oh reina, la más hermosa de todas las mujeres. Y fueron pasando los años. Un día la reina preguntó como siempre a su espejo mágico:

- ¿Quién es la más bella? Pero esta vez el espejo contestó: - La más bella es Blancanieves. Entonces la reina, llena de ira y de envidia, ordenó a un cazador: - Llévate a Blancanieves al bosque, mátala y como prueba de haber realizado mi encargo, tráeme en este cofre su corazón. Pero cuando llegaron al bosque el cazador sintió lástima de la inocente joven y dejó que huyera, sustituyendo su corazón por el de un jabalí. Blancanieves, al verse sola, sintió miedo y lloró. Llorando y andando pasó la noche, hasta que, al amanecer llegó a un claro en el bosque ydescubrió allí una preciosa casita. Entró sin dudarlo. Los muebles eran pequeñísimos y, sobre la mesa, había siete platitos y siete cubiertos diminutos. Subió a la alcoba, que estaba ocupada por siete camitas. La pobre Blancanieves, agotada tras caminar toda la noche por el bosque, juntó todas las camitas y al momento se quedó dormida. Por la tarde llegaron los dueños de la casa: siete enanitos que trabajaban en unas minas y se admiraron al descubrir a Blancanieves. Entonces ella les contó su triste historia. Los enanitos suplicaron a la niña que se quedase con ellos y Blancanieves aceptó, se quedó a vivir con ellos y todos estaban felices. Mientras tanto, en el palacio, la reina volvió a preguntar al espejo: - ¿Quién es ahora la más bella? - Sigue siendo Blancanieves, que ahora vive en el bosque en la casa de los enanitos...

Furiosa y vengativa como era, la cruel madrastra se disfrazó de inocente viejecita y partió hacia la casita del bosque. Blancanieves estaba sola, pues los enanitos estaban trabajando en la mina. La malvada reina ofreció a la niña una manzana envenenada y cuando Blancanieves dio el primer bocado, cayó desmayada. Al volver, ya de noche, los enanitos a lacasa, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, pálida y quieta, creyeron que había muerto y le construyeron una urna de cristal para que todos los animalitos del bosque pudieran despedirse de ella. En ese momento apareció un príncipe a lomos de un brioso corcel y nada más contemplar a Blancanieves quedó prendado de ella. Quiso despedirse besándola y de repente, Blancanieves volvió a la vida, pues el beso de amor que le había dado el príncipe rompió el hechizo de la malvada reina. Blancanieves se casó con el príncipe y expulsaron a la cruel reina y desde entonces todos vivieron felices.

Y colorín colorado

el cuento se ha acabado.

Y pasó

por un zapatito roto

para que mañana

me cuentes otro.

FIN

RECOPILACIÓN

EL ABUELO RÓMULO PARA PATXI Y MAIA

ALÍ BABÁ


Alí Babá y los cuarenta ladrones

Había una vez un señor que se llamaba Alí Babá y que tenía un hermano que se llamaba Kassim. Alí Babá era honesto, trabajador, bueno, leñador y pobre. Kassim era deshonesto, haragán, malo, usurero y rico.Alí Babá tenía una esposa, una hermosa criada que se llamaba Luz de la Noche, varios hijos fuertes y tres mulas. Kassim tenía una esposa y muy mala memoria, pues nunca se acordaba de visitar a sus parientes, ni siquiera para preguntarles si se encontraban bien o si necesitaban algo. En realidad no los visitaba para que no le salieran pidiendo algo.

Un día en que Alí Babá estaba en el bosque cortando leña oyó un ruido que se acercaba y que se parecía al ruido que hacen cuarenta caballos cuando galopan. Se asustó, pero como era curioso trepó a un árbol.

Espiando, vio que eran, efectivamente, cuarenta caballos. Sobre cada caballo venía un ladrón, y cada ladrón tenía una bolsa llena de monedas de oro, vasos de oro, collares de oro y más de mil rubiés, zafiros, ágatas y perlas. Delante de todos iba el jefe de los ladrones.

Los ladrones pasaron debajo de Alí Babá y sofrenaron frente a una gran roca que tenía, más o menos, como una cuadra de alto y que era completamente lisa. Entonces el jefe de los ladrones gritó a la roca: "¡Sésamo: ábrete!". Se oyó un trueno y la roca, como si fuera un sésamo, se abrió por el medio mientras Alí Babá casi se cae del árbol por la emoción. Los ladrones entraron por la abertura de la roca con caballo y todo, y una vez que estuvieron dentro el jefe gritó: "¡Sésamo: ciérrate!". Y la roca se cerró.

"Es indudable -pensó Alí Babá sin bajar del árbol- que esa roca completamente lisa es mágica y que las palabras pronunciadas por el jefe de los ladrones tienen el poder de abrirla. Pero más indudable todavía es que dentro de esa extraña roca tienen esos ladrones su escondite secreto donde guardan todo lo que roban." Y en seguida se oyó otra vez un gran trueno y la roca se abrió. Los ladrones salieron y el jefe gritó: "¡Sésamo: ciérrate!". La roca se cerró y los ladrones se alejaron a todo galope, seguramente para ir a robar en algún lado. Cuando se pedieron de vista, Alí Babá bajó del árbol.

"Yo también entraré en esa roca -pensó-. El asunto será ver si otra persona, pronunciando las palabras mágicas, puede abrirla." Entonces, con todas las fuerzas que tenía, gritó: "¡Sésamo: ábrete!". Y la roca se abrió.

Después de tardar lo que se tarda en parpadear, se lanzó por la puerta mágica y entró. Y una vez dentro se encontró con el tesoro más grande del mundo. "¡Sésamo: ciérrate!", dijo después. La roca se cerró con Alí Babá dentro y él, con toda tranquilidad, se ocupó de meter en una bolsa una buena cantidad de monedas de oro y rubiés. No demasiado: lo suficiente como para asegurarse la comida de un año y tres meses. Después dijo: "¡Sésamo ábrete!". La roca se abrió y Alí Babá salió con la bolsa al hombro. Dijo: "¡Sésamo: ciérrate!" y la roca se cerró y él volvió a su casa, cantando de alegría. Pero cuando su esposa lo vio entrar con la bolsa se puso a llorar.

-¿A quién le robaste eso? -gimió la mujer.

Y siguió llorando. Pero cuando Alí Babá le contó la verdadera historia, la mujer se puso a bailar con él.

-Nadie debe enterarse que tenemos este tesoro -dijo Alí Babá-, porque si alguien se entera querrá saber de dónde lo sacamos, y si le decimos de dónde lo sacamos querrá ir también él a esa roca mágica, y si va puede ser que los ladrones lo descubran, y si lo descubren terminarán por descubrirnos a nosotros. Y si nos descubren a nosotros nos cortarán la cabeza. Enterremos todo esto.

-Antes contemos cuántas monedas y piedras preciosas hay -dijo la mujer de Alí Babá.

-¿Y terminar dentro de diez años? ¡Nunca! -le contestó Alí Babá.

-Entonces pesaré todo esto. Así sabré, al menos aproximadamente, cuánto tenemos y cuánto podremos gastar -dijo la mujer.

Y agregó:

-Pediré prestada una balanza.

Desgraciadamente, la mujer de Alí Babá tuvo la mala idea de ir a la casa de Kassim y pedir prestada la balanza. Kassim no estaba en ese momento, pero sí su esposa.

-¿Y para qué quieres la balanza? -le preguntó la mujer de Kassim a la mujer de Alí Babá.

-Para pesar unos granos -contestó la mujer de Alí Babá.

"¡Qué raro! -pensó la mujer de Kassim-. Éstos no tienen ni para caerse muertos y ahora quieren una balanza para pesar granos. Eso sólo lo hacen los dueños de los grandes graneros o los ricos comerciantes que venden granos."

-¿Y qué clase de granos vas a pesar? - le preguntó la mujer de Kassim después de pensar lo que pensó.

-Pues granos... -le contestó la mujer de Alí Babá.

-Voy a prestarte la balanza -le dijo la mujer de Kassim.

Pero antes de prestársela, y con todo disimulo, la mujer de Kassim untó con grasa la base de la balanza.

"Algunos granos se pegarán en la grasa, y asi descubriré qué estuvieron pesando realmente", pensó la mujer de Kassim.

Alí Babá y su mujer pesaron todas las monedas y las piedras preciosas. Después devolvieron la balanza. Pero un rubí había quedado pegado a la grasa.
-De manera que éstos son los granos que estuvieron pesando -masculló la mujer de Kassim-

Se lo mostraré a mi marido.

Y cuando Kassim vio el rubí, casi se muere del disgusto.

Y él, que nunca se acordaba de visitar a Alí Babá, fue corriendo a buscarlo. Sin saludar a nadie, entró en la casa de su hermano en el mismo momento en que estaban por enterrar el tesoro.

-¡Sinvergüenzas! -gritó-. Ustedes siempre fueron unos pobres gatos. Díganme de dónde sacaron ese maravilloso tesoro si no quieren que los denuncie a la policía.

Y se puso a patalear de rabia. Alí Babá, resignado, comprendió que lo mejor sería contarle la verdad.

-Mañana mismo iré hasta esa roca y me traeré todo a mi casa -dijo Kassim cuando terminaron de explicarle.

A la mañana siguiente, Kassim estaba frente a la roca dispuesto a pronunciar las palabras mágicas.

Había llevado 12 mulas y 24 bolsas; tanto era lo que pensaba sacar.

-¿Qué era lo que tenía que decir? -se preguntó Kassim-. Ah, sí, ahora recuerdo... Y muy emocionado exclamó: "¡Sésamo: ábrete!".

La roca se abrió y Kassim entró. Después dijo "Sésamo: ciérrate", y la roca se cerró con él dentro.

Una hora estuvo Kassim parado frente a las montañas de moneda de oro y de piedras preciosas.

"Aunque tenga que venir todos los días -pensó-, no dejaré la más mínima cosa de valor que haya aquí. Me lo voy a llevar todo a mi casa." Y se puso a morder las monedas para ver si eran falsas. Después empezó a elegir entre las piedras preciosas. "Aunque me las llevaré todas, es mejor que empiece por las más grandes, no vaya a ser que por h o por b mañana no pueda venir y me quede sin las mejores." La elección le llevó unas cinco horas. Pero en ningún momento se sintió cansado. "Es el trabajo más hermoso que hice en mi vida. Gracias al tonto de mi hermano, me he convertido en el hombre más rico del mundo." Y cuando cargó las 24 bolsas se dispuso a partir.

-¿Qué era lo que tenía que decir? -se preguntó-. Ah, sí ahora recuerdo... Y muy emocionado dijo: "Alpiste: ábrete".

Pero la roca ni se movió.

-¡Alpiste: ábrete! -repitió Kassim.

Pero la roca no obedeció.

-Por Dios -dijo Kassim-, olvidé el nombre de la semilla. ¿Por qué no lo habré anotado en un papelito?

Y, desesperado, empezó a pronunciar el nombre de todas las semillas que recordaba: "Cebada: ábrete"; "Maíz: ábrete"; "Garbanzo: ábrete".

Al final, totalmente asustado, ya no sabía qué decir: "Zanahoria: ábrete"; "Coliflor: ábrete"; "Calabaza: ábrete".

Hasta que la roca se abrió. Pero no por Kassim sino por los cuarenta ladrones que regresaban. Y cuando vieron a Kassim, le cortaron la cabeza.

-¿Cómo habrá entrado aquí? -preguntó uno de los ladrones.

-Ya lo averiguaremos -dijo el jefe-. Ahora salgamos a robar otra vez.

Y se fueron a robar, después de dejar bien cerrada la roca.

Pero Alí Babá estaba preocupado porque Kassim no regresaba. Entonces fue a buscarlo a la roca.

Dijo "Sésamo: ábrete", y cuando entró vio a Kassim muerto. Llorando, se lo llevó a su casa para darle sepultura. Pero había un problema: ¿qué diría a los vecinos? Si contaba que Kassim había sido muerto por los ladrones se descubriría el secreto, y eso, ya lo sabemos, no convenía.

-Digamos que murió de muerte natural -dijo Luz de la Noche.
¿Cómo vamos a decir eso? Nadie se muere sin cabeza -dijo Alí Babá.
-Yo lo resolveré -dijo Luz de la Noche, y fue a buscar a un zapatero.

Camina que camina, llegó a la casa del zapatero. "Zapatero -le dijo-, voy a vendarte los ojos y te llevaré a mi casa." "Eso nunca -le contestó el zapatero-. Si voy, iré con los ojos bien libres." "No", repuso Luz de la Noche. Y le dio una moneda de oro. "¿Y para qué quieres vendarme los ojos?", preguntó el zapatero. "Para que no veas adónde te llevo y no puedas decir a nadie dónde queda mi casa", dijo Luz de la Noche, y le dio otra moneda de oro. "¿Y qué tengo que hacer en tu casa?" preguntó el zapatero. "Coser a un muerto", le explicó Luz de la Noche. "Ah, no -dijo el zapatero-, eso sí que no", y tendió la mano para que Luz de la Noche le diera otra moneda.

-Está bien -dijo el zapatero después de recibir la moneda-, vamos a tu casa. Y fueron. El zapatero cosió la cabeza del muerto, uniéndola. Y todo lo hizo con los ojos vendados. Finalmente volvió a su casa acompañado por Luz de la Noche y allí se quitó la venda.

-No cuentes a nadie lo que hiciste -le advirtió Luz de la Noche.

Y se fue contenta, porque con su plan ya estaba todo resuelto. De manera que cuando los vecinos fueron informados que Kassim había muerto, nadie sospechó nada.

Y eso fue lo que pasó con Kassim, el malo, el haragán, el de mala memoria. Pero resulta que los ladrones volvieron a la roca y vieron que Kassim no estaba. Ninguno de los ladrones era muy inteligente que digamos, pero el jefe dijo:

-Si el muerto no está, quiere decir que alguien se lo llevó.

-Y si alguien se lo llevó, quiere decir que alguien salió de aquí llevándoselo -dijo otro ladrón.

-Pero si alguien salió de aquí llevándoselo, quiere decir que primero entró alguien que después se lo llevó -dijo el jefe de los ladrones.

-¿Pero cómo va a entrar alguien si para entrar tiene que pronunciar las palabras mágicas secretas, que por ser secretas nadie conoce? -dijo otro ladrón.

Después de cavilar hasta el anochecer, el jefe dijo:

-Quiere decir que si alguien salió llevándose a ese muerto, quiere decir que antes de salir entró, porque nadie puede salir de ningún lado si antes no entra. Quiere decir que el que entró pronunció las palabras secretas.

-¿Y eso qué quiere decir? -preguntaron los otros 39 ladrones.

-¡Quiere decir que alguien descubrió el secreto! -contestó el jefe.

-¿Y eso qué quiere decir? -preguntaron los 39.

-¡Que hay que cortarle la cabeza!

-¡Muy bien! ¡Cortémosela ahora mismo!

Y ya salían a cortarle la cabeza cuando el jefe dijo: "Primero tenemos que saber quién es el que descrubrió nuestro secreto. Uno de ustedes debe ir al pueblo y averiguarlo."

-Yo iré -dijo el ladrón número 39. (El número 40 era el jefe).

Cuando el ladrón número 39 llegó al pueblo, pasó frente al taller de un zapatero y entró. Dio la casualidad de que era el zapatero que ya sabemos.

-Zapatero -dijo el ladrón número 39-, estoy buscando a un muerto que se murió hace poco.¿No lo viste?

-¿Uno sin cabeza? - preguntó el zapatero.

-El mismo -dijo el ladrón número 39.

-No, no lo vi -dijo el zapatero.

-De mí no se ríe ningún zapatero -dijo el ladrón-. Bien sabes de quién hablo.

-Sí que sé, pero juro que no lo vi.

Y el zapatero le contó todo.

-Qué lástima -se lamentó el 39-, yo quería recompensarte con esta linda bolsita. Y le mostró una bolsita llena de moneditas de oro.

-Un momento -dijo el zapatero-, yo no vi nada, pero debes saber que los ciegos tienen muy desarrollados sus otros sentidos. Cuando me vendaron los ojos, súbitamente se me desarrolló el sentido del olfato. Creo que por el olor podría reconocer la casa a la que me llevaron.

Y agregó: "Véndame los ojos y sígueme. Me guiaré por mi nariz".

Así se hizo. Con su nariz al frente fue el zapatero oliendo todo. Detrás de él iba el ladrón número 39. Hasta que se pararon frente a una casa. "Es ésta -dijo el zapatero-. La reconozco por el olor de la leña que sale de ella."

-Muy bien -respondió el ladrón número 39-.

Haré una marca en la puerta para que pueda guiar a mis compañeros hasta aquí y cumplir nuestra venganza amparados por la oscuridad de la noche.

Y el ladrón hizo una cruz en la puerta. Después, ladrón y zapatero se fueron, cada cual por su camino. Pero Luz de la Noche había visto todo. Entonces salio a la calle y marcó la puerta de todas las casas con una cruz igual a la que había hecho el ladrón. Después se fue a dormir muy tranquila.

-Jefe -dijo el ladrón número 39 cuando volvió a la guarida secreta-, con ayuda de un zapatero descubrí la casa del que sabe nuestro secreto y ahora puedo conducirlos hasta ese lugar.

-¿Aun en la oscuridad de la noche? ¿No te equivocarás de casa? -preguntó el jefe.

-No. Porque marqué la puerta con una cruz.

-Vamos -dijeron todos.

Y blandiendo sus alfanjes se lanzaron a todo galope.

-Ésta es la casa -dijo el ladrón número 39 cuando llegaron a la primera puerta del pueblo.

-¿Cuál? -preguntó el jefe.

-La que tiene la cruz en la puerta.

-¡Todas tienen una cruz! ¿Cuántas puertas marcaste?

El ladrón número 39 casi se desmaya. Pero no tuvo tiempo porque el jefe, enfurecido, le cortó la cabeza. Y, sin pérdida de tiempo, ordenó el regreso. No querían levantar sospechas.

-Alguien tiene que volver al pueblo, hablar con ese zapatero y tratar de dar con la casa.

-Iré yo -dijo el ladrón número 38.

Y fue.

Y encontró la casa del zapatero. Y el zapatero se hizo vendar los ojos. Y le señaló la casa. Y el ladrón número 38 hizo una cruz en la puerta. Pero de color rojo y tan chiquita que apenas se veía. Después, zapatero y ladrón se fueron, cada cual por su camino.

Pero Luz de la Noche vio todo y repitió la estratagema anterior: en todas las puertas de la vecindad marcó una cruz roja, igual a la que había hecho el bandido.

-Jefe, ya encontré la casa y puedo guiarlos ahora mismo -dijo el ladrón número 38 cuando volvió a la roca mágica.

-¿No te confundirás? -dijo el jefe.

-No, porque hice una cruz muy pequeña, que solo yo sé cuál es.

Y los treinta y nueve ladrones salieron a todo galope.

-Esta es la casa -dijo el ladrón número 38 cuando llegaron a la primera puerta del pueblo.

-¿Cuál? -preguntó el jefe.

-La que tiene esa pequeña cruz colorada en la puerta.

-Todas tienen una pequeña cruz colorada en la puerta -dijo el jefe de los bandidos. Y le cortó la cabeza.

Después el jefe dijo: "Mañana hablaré yo con ese zapatero". Y ordenó el regreso. Al día siguiente el jefe de los ladrones buscó al zapatero. Y lo encontró. Y el zapatero se hizo vendar los ojos. Y lo guió. Y le mostró la casa. Pero el jefe no hizo ninguna cruz en la puerta ni otra señal. Lo que hizo fue quedarse durante diez minutos mirando bien la casa.

-Ahora soy capaz de reconocerla entre diez mil casas parecidas.

Y fue en busca de sus muchachos.

-Ladrones -les dijo-, para entrar en la casa del que descubrió nuestro secreto y cortarle la cabeza sin ningún problema, me disfrazaré de vendedor de aceite. En cada caballo cargaré dos tinas de aceite sin aceite. Cada uno de ustedes se esconderá en una tina y cuando yo dé la orden ustedes saldrán de la tina y mataremos al que descubrió nuestro secreto y a todos los que salgan a defenderlo.

-Muy bien -dijeron los ladrones.

Los caballos fueron cargados con las tinas y cada ladrón se metió en una de ellas. El jefe se disfrazó de vendedor de aceite y después tapó las tinas.

Esa tarde los 38 ladrones entraron en el pueblo. Todos los que los vieron entrar pensaban que se trataba de un vendedor que traía 37 tinas de aceite.

Llegaron a la casa de Alí Babá y el jefe de los ladrones pidió permiso para pasar.

-¿Quién eres? -preguntó Alí Babá.

-Un pacífico vendedor de aceite -dijo el jefe de los bandidos-. Lo único que te pido es albergue, para mí y para mis caballos.

-Adelante, pacífico vendedor -dijo Alí Babá.

Y les dio albergue. Y también comida, y dulces y licores. Pero el jefe de los ladrones lo único que quería era que llegara la noche para matar a Alí Babá y a toda su familia.

Y la noche llegó.

Pero resulta que hubo que encender las lámparas.

"Nos hemos quedado sin una gota de aceite -dijo Luz de la Noche-, y no puedo encender las lámparas. Por suerte hay en casa un vendedor de aceites; sacaré un poco de esas grandes tinas que él tiene."

Luz de la Noche tomó un pesado cucharón de cobre y fue hasta la primera tina y levantó la tapa. El ladrón que estaba adentro creyó que era su jefe que venía a buscarlo para lanzarse al ataque, y asomó la cabeza.

-¡Qué aceite más raro! -exclamó Luz de la Noche, y le dio con el cucharón en la cabeza.

El ladrón no se levantó más.

Luz de la Noche fue hasta la segunda tina y levantó la tapa, y otro ladrón asomó la cabeza, creyendo que era su jefe.

-Un aceite con turbantes -dijo Luz de la Noche.

Y le dio con el cucharón. El ladrón no se levantó más. Tina por tina recorrió Luz de la Noche, y en todas le pasó lo mismo. A ella y al que estaba adentro. Enojadísima, fue a buscar al vendedor de aceite, y blandiendo el cucharón le dijo:

-Es una vergüenza. No encontré ni una miserable gota de aceite en ninguna de sus tinas. ¿Con qué enciendo ahora mis lámparas?

Y le dio con el cucharón en la cabeza.

El jefe de los ladrones cayó redondo.

-¿Por qué tratas así a mis huéspedes? -preguntó Ali Babá.

Entonces Luz de la Noche quitó el disfraz al jefe de la banda y todo quedó aclarado. Como es de imaginar, los ladrones recibieron su merecido.

Y eso fue lo que pasó con ellos.

En cuanto a Alí Babá, dicen que al día siguiente fue a buscar algunas monedas de oro a la roca, y que cuando llegó no encontró nada: la roca había desaparecido, con tesoro y todo.

Pero ésta es una versión que ha comenzado a circular en estos días, y no se ha podido demostrar.

Y colorín colorado

el cuento se ha acabado.

Y pasó

por un zapatito roto

para que mañana

me cuentes otro.

FIN

Recopilación

EL ABUELO RÓMULO PARA PATXI Y MAIA


sábado, 30 de diciembre de 2006

EL ÁNGEL


El ángel


Autor: Hans Christian Andersen


Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.

- ¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el ángel.

Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

- ¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo; junto a Dios florecerá.

Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.

Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.

- Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: veíanse cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.

- Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-. Mientras volamos te contaré por qué.

Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato:

- En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada más que media horita, y entonces el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir».

Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros.

Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina.

- Pero, ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.

- Lo sé -respondió el ángel-, porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor!

El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza.

Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.

Y

colorín colorado

éste cuento

se ha acabado.

Y

pasó por un

zapatito roto

y mañana

me cuentas otro.


Fin

Recopilación

EL ABUELO RÓMULO PARA PATXI Y MAIA

EL PRÍNCIPE FELIZ


EL PRINCIPE FELIZ

OSCAR WILDE

La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.

—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. El Príncipe Feliz no llora por nada.

—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz —murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.

—De verdad parece que fuese un ángel —comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.

—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?

—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.

Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para meterle conversación.

—¿Puedo amarte? —le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos.

El junco le hizo una amplia reverencia.

La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.

—Es un ridículo enamoramiento —comentaban las demás golondrinas—; ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centavo y su familia es terriblemente numerosa—. Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos.

A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comenzó a cansarse de su amante.

—No dice nunca nada —se dijo—, y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa.

Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, el junco realizaba sus más graciosas reverencias.

—Además es demasiado sedentario —pensó también la golondrina—; y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería también amar los viajes.

—¿Vas a venirte conmigo? —le preguntó al fin un día. Pero el junco se negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.

—¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis sentimientos! —se quejó la golondrina—. Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!

Y diciendo esto, se echó a volar.

Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad.

—¿Dónde podré dormir? —se preguntó—. Espero que en esta ciudad hay algún albergue donde pueda pernoctar.

En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna.

—Voy a refugiarme ahí —se dijo—. El lugar es bonito y bien ventilado.

Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.

—Tengo una alcoba de oro —se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor.

En seguida se preparó para dormir. Mas cuando aún no ponía la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón.

—¡Qué cosa más curiosa! —exclamó—. No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta.

En ese mismo momento cayó otra gota.

—¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia? —dijo—. Mejor voy a buscar una buena chimenea.

Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.

Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy el Príncipe Feliz.

—Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.

—Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la estatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar.

—¿Cómo? —se preguntó para sí la golondrina—, ¿no es oro de ley?

Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.

—Allá abajo —siguió hablando la estatua con voz baja y musical—... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal.

—Los míos están esperándome en Egipto —contestó la golondrina—. Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y estarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con especias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!

—Es que no me gustan mucho los niños —contesto— la golondrina—. El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educados que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo pertenezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció.

—Ya está haciendo mucho frío —dijo—, pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera.

—Gracias, golondrinita —dijo el Príncipe.

La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló por sobre los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco. Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa muchacha salió al balcón con su pretendiente.

—¡Qué lindas son las estrellas —dijo el novio— y qué maravilloso es el poder del amor!

—Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala —contestó ella—. Mandé a bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!

La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la ventana. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera. Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicándole la frente con las alas.

—¡Qué brisa tan deliciosa! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.

Y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.

Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

—¡Qué raro! —agrego—, pero ahora casi tengo calor; y sin embargo la verdad es que hace muchísimo frío.

—Es porque has hecho una obra de amor —le explicó el Príncipe.

La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se quedó dormida. Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.

Al amanecer voló hacia el río para bañarse.

—¡Qué fenómeno extraordinario! —exclamó un profesor de ornitología que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en pleno invierno!

Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciudad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.

—Esta noche partiré para Egipto —se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta.

Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: "¡Qué extranjera tan distinguida!". Cosa que a la golondrina la hacía feliz.

Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe.

—¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto? —le gritó—. Voy a partir ahora.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no te quedarías conmigo una noche más?

—Los míos me están esperando en Egipto —contesto la golondrina—. Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Durante todas las noches, él mira las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado.

—Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo —dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón—. ¿Hay que llevarle otro rubí?

—¡Ay, no tengo más rubíes! —se lamentó el Príncipe—. Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra.

—Pero mi Príncipe querido —dijo la golondrina—, eso yo no lo puedo hacer.

Y se puso a llorar.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, por favor, haz lo que te pido.

Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.

—¿Será que el público comienza a reconocerme? —se dijo— Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!

Y se le notaba muy contento.

Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas de la sentina del barco.

—¡Me voy a Egipto! —les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso.

Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.

—Vengo a decirte adiós—le dijo.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le dijo el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo otra noche?

—Ya es pleno invierno —respondió la golondrina—, y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo.

—Allá abajo en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.

—Pasaré otra noche contigo —dijo la golondrina—, pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, haz lo que te pido, te lo suplico.

La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.

—¡Qué bonito pedazo de vidrio! —exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.

Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.

—Ahora que estás ciego —le dijo—, voy a quedarme a tu lado para siempre.

—No, golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Ahora tienes que irte a Egipto.

—Me quedaré a tu lado para siempre —repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.

Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.

Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.

—Querida golondrina —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas.

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras.

Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor.

—¡Qué hambre tenemos! —decían.

—¡Fuera de ahí! les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.

Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.

—Mi estatua esta recubierta de oro fino —le indicó el Príncipe—; sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad.

Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad.

—¡Ya, ahora tenemos pan! —gritaban.

Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.

La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.

Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.

—¡Adiós, mi querido Príncipe! —le murmuró al oído—. ¿Me dejas que te bese la mano?

—Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita —le dijo el Príncipe—. Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho.

—No es a Egipto donde voy —repuso la golondrina—. Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?

El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible.

A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua.

—¡Pero qué es esto! —dijo— ¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!

—¡Completamente desharrapado! —reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.

—El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado —dijo el alcalde—. En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo.

—¡Un verdadero mendigo! —repitieron los regidores.

—Y hay un pájaro muerto entre sus pies —siguió el alcalde—. Será necesario promulgar un decreto municipal que prohiba a los pájaros venirse a morir aquí.

El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.

Entonces mandaron a derribar la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ya no es hermoso, no sirve para nada —explicó el profesor de Estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal.

—Podemos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

—Claro, la mía —dijeron los regidores cada uno a su vez.

Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.

—¡Qué cosa más rara! —dijo el encargado de la fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura.

Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.

—Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad —dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

—Has elegido bien —sonrió Dios—. Porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Aúrea Ciudad.

Y

colorín colorado

éste cuento

se ha acabado.

Y

pasó por un

zapatito roto

y mañana

me cuentas otro.


FIN

Recopilación

EL ABUELO RÓMULO PARA PATXI Y MAIA